22.2.13

El Asesino



I


Era inevitable. En mitad de la oscuridad de la habitación, sus ojos volvieron a abrirse como dos grandes y recién limpios platos blancos apuntando hacia el techo. Lía sabía con precisión suiza la hora que era sin mirar el reloj, las cuatro y catorce minutos ante merídiem, pero siempre echaba un vistazo para reafirmarse. A su lado sólo se escuchaba el concierto nocturno que cada noche daba, con entrada gratuita en asientos de primera fila, su marido.

Después del tercer y suave resoplido, bebió un trago de agua del vaso de la mesilla y fue al baño. Ese rostro que había en el espejo no era suyo desde hacía mucho tiempo. Volvió a la cama y, colocándose un cojín en la espalda, encendió un cigarrillo. Poco después notó como una mano correteaba por su pierna avanzando peligrosamente hacia arriba:
–No me toques los cojones. Sabes de sobra que no tengo ganas –dijo la mujer apartándole bruscamente.
–¿Qué haces despierta a estas horas?
–No puedo dormir, nunca puedo dormir.
–Tómate una pastilla.
–Una pastilla sólo me vale para querer tomarme otra pastilla. Ojala todo fuese cuestión de pastillas, de una pastilla.
–Deja de tomar café…
–Tampoco es eso, no seas gilipollas. Sabes perfectamente de lo que te hablo y siempre miras hacia otro lado, como si no fuese contigo, ni conmigo.
–Cariño, eso ocurrió hace mucho tiempo, ahora las cosas son diferentes.
–Nos equivocamos y es injusto que estemos aquí.
–Bueno, puede que tengas razón, pero en ese momento no pensábamos así. Lo que si sé es que no vale de nada darle más vueltas a lo que pasó. Lo hecho, hecho está. Además, dime una cosa, ¿cambiarías lo que tienes ahora por volver al pasado?
–No lo sé, no tengo ni puta idea.





II 


J.F.R. caminaba sin prisa por la calle número 72 en busca de algún bar abierto. Era temprano, y sin embargo tarde para que los bares comenzasen a abrir como ocurre tal día como era, un domingo de lo más habitual.

Dos tazas de café con leche y medio cruasán. En otra ocasión le habría valido con una sola taza y omitido el cruasán, pero la camarera le resultaba irresistiblemente agradable, en todos los sentidos. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien le miraba como si fuese una persona.

–Dime qué te debo.
–¿Tienes prisa, vaquero? Aún te queda medio desayuno, y me han enseñado desde pequeña que la comida no se tira.
–No, no tengo prisa. Hacía tiempo que no comía cruasán por la mañana, ni dos cafés como estos. Sólo era un capricho.
–Pues termínalo a gusto, nunca se sabe cuándo será la próxima vez. Además quiero proponerte algo. Lo llevo pensando desde que has entrado. Si lo aceptas, la casa invita al desayuno más un extra de lo que pidas. ¿Qué me dices?
–Suena bien, pero antes tendré que escuchar la propuesta.
–Claro. A eso voy. Me da igual que pienses que soy una cotilla de cojones o que estoy como la peor de las cabras, aunque puestos a elegir prefiero lo segundo. Verás, siendo el día que es, y las horas que son, nunca habría entrado nadie aquí y mucho menos a desayunar. No tienes pinta de haber trasnochado, ni tampoco de ir ahora a trabajar… Pero me jugaría el cuello a que tienes una historia interesante, y me gustaría escucharla. Por supuesto no voy a insistirte si no quieres y puede que invitarte a un desayuno sea poco para lo que puedas contar, pero no hay nada más que pueda ofrecerte ahora.
–Bueno… todos tenemos alguna historia…
–¿Lo harás?
–Me has dejado sin saber qué decir… ¿Y si fuese un psicópata?
–¡Ja! Estoy supuesta a arriesgarme. Pero no empieces todavía. Voy a chapar esto.
–¿Chapar? Yo creía que acababas de abrir.
–No querido. Estas ojeras que ves no son de madrugar…





III 


Como cada mañana desde hacía un millón de años, Lía se quedaba observando la calle desde la ventana de la cocina hasta ver pasar el coche de su marido, del que se había despedido momentos antes. Después esperaba, con la taza del tercer café entre las manos, otros tantos minutos mirando el reloj sobre la nevera hasta escuchar el cierre de la puerta del baño; encendía la radio, un cigarrillo, a veces dos, para que diesen la misma noticia del día anterior, y la del siguiente. Sentada en la mesa, cuarenta y tres minutos después, su hija aparecía para despedirse, por supuesto, sin desayunar. La besaba en la frente y se paraba varios segundos a observar sus ojos  que tanto se parecían a los de su padre y, sin embargo, tan poco a los del hombre con el que compartía cama.





IV


Dieciséis años después de su último encuentro, los recuerdos de aquella casa estaban intactos, incluso la cerradura giraba hacia el mismo lado. Sigilosamente entró en la habitación donde la pareja dormía, fue entonces cuando pensó que no era necesaria tanta prisa. Quería verla despertar por última vez, de modo que se sentó frente a la cama a esperar que la luz matinal hiciese el resto.

Veinte minutos después todo seguía en la misma posición. No había peligro de quedarse dormido, aunque sí de cambiar de idea. Por temor a que eso último ocurriera, se levantó y abrió la persiana de un fuerte tirón.

Ahora sí, los ojos incrédulos de la mujer se clavaron en los suyos. El hombre aún dormía a su lado, pero eso no importaba. Llegados a este punto cayó en la cuenta de que no tenía ningún plan, sólo una navaja en el bolsillo y ya era demasiado tarde para volver atrás.

Después del grito, la navaja al suelo y la sangre del intruso resbalando en el parquet…