I
Era inevitable. En mitad de la oscuridad de la habitación,
sus ojos volvieron a abrirse como dos grandes y recién limpios platos blancos
apuntando hacia el techo. Lía sabía con precisión suiza la hora que era sin
mirar el reloj, las cuatro y catorce minutos ante merídiem, pero siempre echaba
un vistazo para reafirmarse. A su lado sólo se escuchaba el concierto nocturno
que cada noche daba, con entrada gratuita en asientos de primera fila, su
marido.
Después del tercer y suave resoplido, bebió un trago de agua
del vaso de la mesilla y fue al baño. Ese rostro que había en el espejo no era
suyo desde hacía mucho tiempo. Volvió a la cama y, colocándose un cojín en la
espalda, encendió un cigarrillo. Poco después notó como una mano correteaba por
su pierna avanzando peligrosamente hacia arriba:
–No me toques los cojones. Sabes de sobra que no tengo ganas
–dijo la mujer apartándole bruscamente.
–¿Qué haces despierta a estas horas?
–No puedo dormir, nunca puedo dormir.
–Tómate una pastilla.
–Una pastilla sólo me vale para querer tomarme otra
pastilla. Ojala todo fuese cuestión de pastillas, de una pastilla.
–Deja de tomar café…
–Tampoco es eso, no seas gilipollas. Sabes perfectamente de
lo que te hablo y siempre miras hacia otro lado, como si no fuese contigo, ni
conmigo.
–Cariño, eso ocurrió hace mucho tiempo, ahora las cosas son
diferentes.
–Nos equivocamos y es injusto que estemos aquí.
–Bueno, puede que tengas razón, pero en ese momento no
pensábamos así. Lo que si sé es que no vale de nada darle más vueltas a lo que
pasó. Lo hecho, hecho está. Además, dime una cosa, ¿cambiarías lo que tienes
ahora por volver al pasado?
–No lo sé, no tengo ni puta idea.
II
J.F.R. caminaba sin prisa por la calle número 72 en busca de
algún bar abierto. Era temprano, y sin embargo tarde para que los bares
comenzasen a abrir como ocurre tal día como era, un domingo de lo más habitual.
Dos tazas de café con leche y medio cruasán. En otra ocasión
le habría valido con una sola taza y omitido el cruasán, pero la camarera le
resultaba irresistiblemente agradable, en todos los sentidos. Era la primera
vez en mucho tiempo que alguien le miraba como si fuese una persona.
–Dime qué te debo.
–¿Tienes prisa, vaquero? Aún te queda medio desayuno, y me
han enseñado desde pequeña que la comida no se tira.
–No, no tengo prisa. Hacía tiempo que no comía cruasán por
la mañana, ni dos cafés como estos. Sólo era un capricho.
–Pues termínalo a gusto, nunca se sabe cuándo será la
próxima vez. Además quiero proponerte algo. Lo llevo pensando desde que has
entrado. Si lo aceptas, la casa invita al desayuno más un extra de lo que
pidas. ¿Qué me dices?
–Suena bien, pero antes tendré que escuchar la propuesta.
–Claro. A eso voy. Me da igual que pienses que soy una
cotilla de cojones o que estoy como la peor de las cabras, aunque puestos a
elegir prefiero lo segundo. Verás, siendo el día que es, y las horas que son,
nunca habría entrado nadie aquí y mucho menos a desayunar. No tienes pinta de
haber trasnochado, ni tampoco de ir ahora a trabajar… Pero me jugaría el cuello
a que tienes una historia interesante, y me gustaría escucharla. Por supuesto
no voy a insistirte si no quieres y puede que invitarte a un desayuno sea poco
para lo que puedas contar, pero no hay nada más que pueda ofrecerte ahora.
–Bueno… todos tenemos alguna historia…
–¿Lo harás?
–Me has dejado sin saber qué decir… ¿Y si fuese un
psicópata?
–¡Ja! Estoy supuesta a arriesgarme. Pero no empieces
todavía. Voy a chapar esto.
–¿Chapar? Yo creía que acababas de abrir.
–No querido. Estas ojeras que ves no son de madrugar…
III
Como cada mañana desde hacía un millón de años, Lía se
quedaba observando la calle desde la ventana de la cocina hasta ver pasar el
coche de su marido, del que se había despedido momentos antes. Después
esperaba, con la taza del tercer café entre las manos, otros tantos minutos
mirando el reloj sobre la nevera hasta escuchar el cierre de la puerta del
baño; encendía la radio, un cigarrillo, a veces dos, para que diesen la misma
noticia del día anterior, y la del siguiente. Sentada en la mesa, cuarenta y
tres minutos después, su hija aparecía para despedirse, por supuesto, sin
desayunar. La besaba en la frente y se paraba varios segundos a observar sus
ojos que tanto se parecían a los
de su padre y, sin embargo, tan poco a los del hombre con el que compartía
cama.
IV
Dieciséis años después de su último encuentro, los recuerdos
de aquella casa estaban intactos, incluso la cerradura giraba hacia el mismo
lado. Sigilosamente entró en la habitación donde la pareja dormía, fue entonces
cuando pensó que no era necesaria tanta prisa. Quería verla despertar por
última vez, de modo que se sentó frente a la cama a esperar que la luz matinal
hiciese el resto.
Veinte minutos después todo seguía en la misma posición. No
había peligro de quedarse dormido, aunque sí de cambiar de idea. Por temor a
que eso último ocurriera, se levantó y abrió la persiana de un fuerte tirón.
Ahora sí, los ojos incrédulos de la mujer se clavaron en los
suyos. El hombre aún dormía a su lado, pero eso no importaba. Llegados a este
punto cayó en la cuenta de que no tenía ningún plan, sólo una navaja en el
bolsillo y ya era demasiado tarde para volver atrás.
Después del grito, la
navaja al suelo y la sangre del intruso resbalando en el parquet…