No era día de cumpleaños, no era viernes, ni mucho menos
sábado. No era fiesta de guardar, ni un puto San Valentín. Era otro día
cualquiera, otro día más que comenzaba cara a cara con la taza del café con
leche, a temperatura de la lava volcánica, de todas las mañanas en el bar de
siempre. Después, con la lengua hecha un callo al rojo vivo, abriría la tienda
de discos donde trabajaba. Dos o tres clientes, algún que otro fumado en busca
de cosas raras; un pequeño almuerzo en el mismo bar con algún amigo desertor de
sus obligaciones; un par de horas más en la tienda; el regreso a casa,…
Sin embargo, al tiempo que pensaba en la interminable
pescadilla que se hacía polvo la cola y sacaba la billetera para pagar el desayuno,
sintió la brisa de la mañana en su nuca y supo, no le preguntéis cómo, que algo
parecido a un ángel acababa de cruzar la puerta.
Todo ensordeció, las luces se hicieron más intensas,
difuminándose con el ambiente. Al darse la vuelta vio, a trescientos fotogramas
por segundo, al ser más perfecto que habría cabido nunca en su imaginación. Ese
pelo rubio que no aparecía ni en el mejor anuncio de Pantene, esa tez cuidada
hasta el último milímetro, esas piernas largas que le llegaban hasta el suelo, esos
ojos tan, tan, tan,…
Cuando volvió a poner los pies sobre la Tierra, su trasero
en el taburete, y consiguió escuchar de nuevo, su mirada cambió a los
veinticuatro fotogramas por segundo a los que se acostumbra a ir por la vida,
para caer en la cuenta de que se había quedado demasiado tiempo con los ojos
clavados, muy clavados, en aquella mujer, que ya estaba sentada cerca de él con
una taza de café en sus manos y que ahora le miraba dedicándole una tímida
sonrisa, al sentirse observada.
Esa fue la señal que esperaba, de modo que sin dudarlo un
instante se acercó sin saber nada de lo que iba a decir y, como cabía esperar,
no salió una palabra de su boca:
–Hola –saludó, por supuesto, ella –. ¿Nos conocemos de algo?
Y justo en el punto de cierre de la interrogación fue cuando
lo recordó todo:
–No exactamente. Te vi hace un año, dos meses, cinco días y
catorce horas… con los minutos nunca soy muy preciso. Estabas sentada a la
entrada del Parque Este, con el pelo recogido, chaqueta de piel marrón, botas
rojas, y un bolso negro, pantalones blancos y sujetabas un cigarrillo con unos
guantes de cuero negro, pero todo eso con la misma cara, igual de bella como
estás ahora. Esperabas a alguien, y lo sé porque cuando iba a acercarme
aparecieron dos chicas que se fueron contigo en dirección opuesta donde yo
estaba. Entonces pensé que quizás eso podría ser un juego del destino: si te
volvía a ver significaría que eras tú la mujer que he estado esperando toda mi
vida. Por eso, desde ese día no he hecho otra cosa que esperarte, y siento que
es lo que llevo haciendo desde siempre. Y ahora estoy de nuevo frente a ti.
¿Qué me dices? No te quedes tan callada.
–¿De veras has estado todo este tiempo esperándome? –preguntó
mientras, comenzaba a caer una lágrima por su mejilla.
–Sí, y me acabo de dar cuenta que habría esperado mucho más.
Cuatro lágrimas salieron de sus ojos, en dirección a la boca
y hubo un silencio que duró décadas. Pero cuando la quinta lágrima rozó la
comisura de sus labios, la chica no pudo contenerse más y estalló con una
carcajada que pudo oírse más allá del Lejano Oriente.